Comentario
Las capitulaciones de conquista -semejantes a las de descubrimiento- consistieron en delegar en un individuo responsable la acción de dominar un territorio indígena insumiso, que luego sería propiedad de la Corona. Dicho individuo corría con todos los gastos de la misma y se beneficiaría con una gran parte del botín que pudiera lograr durante ella. La Corona, como dueña potencial de dicho territorio, imponía las condiciones (demarcación territorial, plazo en que debía realizarse, ciudades que se asentarían en el territorio, etc.) y otorgaba las mercedes que estimaba oportunas (títulos, nombramientos, derecho a repartir tierras y solares, rebajas de derechos, etc.). Recibiría además el quinto real o 20% del botín que se capturase. En cuanto a las encomiendas, fueron decisivas, pues eran lo que realmente movía a los conquistadores. Ninguno de ellos quería vivir de la lanza, como siempre se ha dicho, ni tampoco obtener grandes posesiones de tierra, como igualmente se ha afirmado. Lo que realmente pretendían era vivir como unos señores, sin trabajar (los señores no trabajaban) y a costa de los indios.
El conquistador pertenecía, por lo regular, a la ralea de los malditos: soldado sin compañía, villano arruinado, pícaro sin víctimas, criado sin amo, marinero sin barco, segundón o tercerón de familia noble sin oficio ni beneficio, campesino sin tierra, porquerizo sin cerdos, abogado sin pleitos, funcionario sin empleo, etc. Muy pocos habían tenido experiencia militar anterior y los que gozaban de tal entrenamiento eran muy valorados y ponderados. El español se hacía conquistador con el deseo de convertirse en encomendero: lo que de verdad buscaba el soldado conquistador era retirarse después de haber obtenido un buen botín o, lo que es mejor, una encomienda, para no tener que coger la espada en el resto de sus días. Una mezcla de elementos medievales y renacentistas demuestran lo ambivalente de su figura: la imagen señorial constituyó la verdadera obsesión de todo conquistador, pero pocos lograron realizarla. La Corona estuvo en guardia contra las tendencias señoriales que minaban su realengo y cortó muy pronto sus mercedes de títulos nobilarios a los conquistadores.
Los primeros encuentros eran terribles y los naturales tomaban entonces la decisión de pactar una alianza -a esto obedecían por lo común la entrega de mujeres a los vencedores-, huir lo más lejos posible o hacerles una guerra de emboscadas, en la que tenían algunas probabilidades de éxito. Los indígenas pertenecientes a culturas formativas, recolectoras y cazadoras, que por lo regular tenían sociedades de tipo tribal luchaban anárquicamente dirigidos por su cacique y eran derrotados fácilmente, huyendo entonces al monte. Los españoles no conseguían nada con su victoria, pues el exterminio de combatientes difícilmente inducía al jefe tribal a solicitar la paz. Aún en el caso de que esto ocurriera, el resultado era siempre mezquino, pues los caciques próximos seguían combatiendo, siendo preciso someterlos uno por uno. Los grandes jefes de las altas culturas azteca o inca o de sociedades muy jerarquizadas fueron comúnmente apresados y sometidos al pago de botines de oro y plata, acabando fácilmente con su resistencia. Se dio así la paradoja de que quienes disponían de infraestructura militar fueron dominados más fácilmente que quienes carecían de ella.